Por: Carmen Luna
La tragedia que involucra a Jean Pumarol, en la que lamentablemente perdió la vida una persona y otras resultaron heridas, ha estremecido a la sociedad dominicana. El hecho debe investigarse y la justicia debe actuar con responsabilidad. Pero es urgente ir más allá del morbo mediático y reconocer una verdad incómoda: la salud mental sigue siendo una de las áreas más desatendidas, estigmatizadas y excluyentes del sistema de salud dominicano.
Este caso pone de manifiesto lo que viven miles de familias dominicanas de clase media y pobre: el infierno de tener un ser querido con una condición mental, sin contar con los recursos económicos ni el respaldo institucional para atenderlo dignamente. En los centros privados, internar a una persona en crisis cuesta más de RD$100,000 mensuales, sin incluir medicamentos, psiquiatra, transporte ni terapias. Es un lujo inalcanzable para la mayoría.
Por otro lado, el sistema público ofrece casi nada. Y lo poco que existe, se mantiene cerrado, opaco y reservado a unos pocos privilegiados. El Centro de Rehabilitación Psicosocial Padre Billini, conocido como “El 28”, está activo. Pero su funcionamiento y acceso están rodeados de misterio y discrecionalidad. Solo ciertas personas ligadas al poder político o al sector privado influyente manejan información sobre cómo ingresar a un familiar en ese centro. Para el resto del país, simplemente no hay respuesta.
En este artículo no se pretende emitir un diagnóstico clínico, pues esa tarea corresponde exclusivamente a los profesionales tratantes. Sin embargo, desde una perspectiva periodística y social, es imprescindible señalar una realidad alarmante: en la República Dominicana, cuando una persona con una condición psiquiátrica severa es enviada a un centro de reclusión, el deterioro de su salud mental suele agravarse de forma acelerada. Estos espacios, diseñados para castigar y no para cuidar, no cuentan con protocolos ni condiciones mínimas para garantizar la continuidad del tratamiento psiquiátrico. La falta de acceso a medicación, la ausencia de atención especializada y el confinamiento en entornos de alto estrés y violencia interna representan un grave riesgo para quienes, como Jean, atraviesan episodios críticos. Recluir a una persona con una condición mental sin asistencia médica adecuada es una forma de abandono institucional y de revictimización silenciosa.
¿Cuántos abusos más deben ocurrir para que se hable de salud mental con seriedad?
¿Cuántas familias deben colapsar emocional y económicamente sin recibir asistencia real?
¿Cuántos casos más como el de Jean Pumarol deben ocupar titulares para que el Estado asuma su responsabilidad?
La familia Pumarol Fernández, como muchas otras, ha vivido el calvario silencioso del abandono. Amar, cuidar, intentar ayudar a un hijo con una enfermedad mental severa sin acceso a tratamiento es una experiencia desgarradora que solo entiende quien la ha vivido. Y cuando finalmente ocurre una tragedia, la sociedad en vez de ofrecer compasión o reflexión responde con linchamiento mediático y juicio público.
Mientras tanto, los responsables de muertes masivas y catástrofes humanas, como las más de 200 vidas perdidas de un centro nocturno, siguen impunes, protegidos por su poder económico y político. Esa es la doble moral que impera: castigar con todo el peso del sistema a quienes no tienen poder, y blindar a quienes sí lo tienen.
Este no es un llamado a justificar ningún crimen. Es un grito para exigir una transformación de fondo. Porque la salud mental no se puede seguir tratando como un problema privado. Es un tema de salud pública. Es una responsabilidad del Estado. Es una urgencia nacional.
La República Dominicana necesita con urgencia:
Acceso gratuito y transparente a los centros de salud mental públicos.
Protocolos claros de ingreso, tratamiento y seguimiento.
Atención descentralizada y comunitaria para prevenir crisis.
Programas de acompañamiento familiar.
Eliminación del estigma y del trato criminal hacia las personas con condiciones mentales.
No se puede seguir condenando a las familias al abandono, y luego convertirlas en espectáculo cuando ya es demasiado tarde.
La tragedia de Jean Pumarol y su familia debe ser un punto de inflexión. Porque si no despertamos ahora, mañana puede ser otra familia. Otra víctima. Otro dolor que pudo evitarse.